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CAPÍTULO XXII.

Ginesillo de Paropillo, ó como os llamais, que habeis de ir vos solo rabo entre piernas con toda la cadena á cuestas. Pasamonte, que no era nada bien sufrido, (estando ya enterado que Don Quijote no era muy cuerdo, pues tal disparate habia cometido como el de querer darles libertad), viéndose tratar mal y de aquella manera, hizo del ojo á los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron á llover tantas y tantas piedras sobre Don Quijote, que no se daba manos á cubrirse con la rodela, y el pobre de Rocinante no hacia mas caso de la espuela que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendia de la nube y pedrisco que sobre entrambos llovia. No se pudo escudar tan bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuantos guijarros en el cuerpo con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo: y apenas hubo caido, cuando fué sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres ó cuatro golpes en las espaldas y otros tantos en la tierra, con que la hizo casi pedazos: quitáronle una ropilla que traia sobre las armas, y las medias calzas le querian quitar, si las grevas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gaban, y dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demas despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con mas cuidado de escaparse de la Hermandad que temian, que de cargarse de la cadena é ir á presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Quijote, el jumento cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aun no habia cesado la borrasca de las piedras que le perseguian los oidos: Rocinante tendido junto á su amo, que tambien vino al suelo de otra pedrada: Sancho en pelota, y temeroso de la Santa Hermandad: Don Quijote mohinísimo de verse tan mal parado por los mesmos á quien tanto bien había hecho.