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DON QUIJOTE.
né otros tres dias sin senda ni camino alguno, hasta que vine á parar á unos prados, que no sé á qué mano destas montañas caen, y allí pregunté á unos ganaderos, que ácia donde era lo mas áspero destas sierras. Dijéronme que ácia esta parte: luego me encaminé á ella con intencion de acabar aquí la vida, y en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, ó lo que yo mas creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé á pié, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener ni pensar buscar quien me socorriese. De aquella manera estuve no sé que tiempo tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto á mí á unos cabreros que sin duda debieron ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habian hallado, y como estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio: y yo he sentido en mí despues acá, que no todas veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y flaco, que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura, y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso ni intento entonces, que procurar acabar la vida voceando, y cuando en mi vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo moverme: mi mas comun habitacion es en el hueco de un alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me sustentan poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas, por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo, y así aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da á conocer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo: otras veces me dicen ellos, cuando me encuentran con juicio, que yo salgo á los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, á los pastores que vienen con ello del lugar á las majadas. Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirla á su último fin, ó de ponerle en mi memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traicion de Luscinda y del agravio de Don Fernando, que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré á mejor discurso mis pensamientos: donde no, no hay sino rogarle, que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle. Esta es, ó señores, la amarga historia de mi desgra-