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CAPÍTULO XXIX.
Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea, tomar las reinas los nombres de sus reinos.—Así debe de ser, dijo el cura, y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos. Con lo que quedó tan contento Sancho, cuanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuan encajados tenia en la fantasía los mesmos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba á entender que habia de venir á ser emperador. Ya en esto se habia puesto Dorotea sobre la mula del cura, y el barbero se habia acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron á Sancho que los guiase adonde Don Quijote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocia al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistia todo el toque de venir á ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase á Don Quijote la pendencia que con Cardenio habia tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia, y así los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo á pié poco á poco. No dejó de avisar el cura lo que habia de hacer Dorotea: á lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haria sin faltar punto como lo pedian y pintaban los libros de caballerías. Tres cuartos de legua habrian andado, cuando descubrieron á Don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado: y así como Dorotea le vió y fué informado de Sancho que aquel era Don Quijote, dió del azote á su palafren, siguiéndole el bien barbado barbero: y en llegando junto á él, el escudero se arrojó de la mula, y fué á tomar en los brazos á Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fué á hincar de rodillas ante las de Don Quijote, y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantarse le fabló en esta guisa: De aquí no me levantaré, ó valeroso y esforzado caballero, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la mas desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto; y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde á la voz de vuestra inmortal fama, obligado estais á favorecer á la sin ventura que de tan lueñes tierras viene al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.—No os responderé palabra, fermosa señora, respondió Don Quijote, ni oiré mas cosa de vuestra facienda, fasta que os levanteis de tierra.—No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido.—Yo vos le otorgo y concedo, respondió Don Quijote, como no se haya de cumplir en