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DON QUIJOTE.


sentó en su loca imaginacion, que otra vez como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor tornaba á solicitarle, y con este pensamiento, por no mostrarse descortes y desagradecido, volvió las riendas á Rocinante, y se llegó al agujero, y así como vió á las dos mozas, dijo: Lástima os tongo, fermosa señora, de que háyades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza, de lo que no debeis dar culpa á este miserable andante caballero, á quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad á otra que aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no querais con significarme mas vuestros deseos, que yo me muestre mas desagradecido: y si del amor que me tenéis, hallais en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mesmo amor no sea, pedídmela, que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mia, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, ó ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. —No ha menester nada deso mi señora, señor caballero, dijo á este punto Maritórnes. —¿Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? respondió Don Quijote.—Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Maritórnes, por poder desfogar con ella el gran deseo que á este agujero la ha traido tan á peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja. —Ya quisiera yo ver eso, respondió Don Quijote, pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el mas desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija. — Parecióle á Maritórnes, que sin duda Don Quijote daria la mano que le habia pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que habia de hacer, se bajó del agujero y se fué á la caballeriza donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió á su agujero á tiempo que Don Quijote se habia puesto de piés sobre la silla de Rocinante, por alcanzar á la ventana enrejada donde se imaginaba estar la ferida doncella, y al darle la mano, dijo: Tomad, señora, esa mano, ó por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano, digo, á quien no ha tocado otra de muger alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesion de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beseis, sino para que mireis la contestura de sus nervios, la trabazon de