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CAPÍTULO L.
dose á Dios y á su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata, ni sabe donde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es mas trasparente, y que el sol luce con claridad mas nueva: ofrécesele á los ojos una apacible floresta, de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra á la vista su verdura, y entretiene los oidos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos, que por los intrincados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan. Acullá ve una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta, acá vé otra á lo brutesco ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con órden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte imitando á la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo, ó vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos: finalmente, él es de tan admirable compostura, que con ser la materia de que está formado, no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de mas estimacion su hechura: y ¿hay mas que ver, despues de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trages, si yo me pusiese ahora á decirlos como las historias nos los cuentan, seria nunca acabar, y tomar luego la que parecia principal de todas por la mano al atrevido caballero, que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle sin hablarle palabra dentro del rico alcázar ó castillo, y hacerle desnudar, como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de sendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella, y echarle un manton sobre los hombros, que por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun mas? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan á otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué, el verle echar agua á manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada? ¿Qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil? ¿Qué, verle servir todas las donce-
::::TOMO I.
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