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Capítulo XVII.

y el leonero dijo á grandes voces: Seanme testigos cuantos aquí están, como contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y suelto los leones, y de que protesto á este señor, que todo el mal y daño que estas bestias hicieren, corra y vaya por su cuenta, con mas mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en co- bro antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño. Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura se- mejante, que era tentar á Dios acometer tal disparate. A lo que respondió Don Quijote, que él sabia lo que hacia. Respondióle el hidalgo que lo mirase bien, que el entendia que se engañaba.- Ahora, señor, replicó Don Quijote, si vuesa merced no quiere ser oyente desta, que á su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en salvo. Oido lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en cuya comparacion ha- bian sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento, y la te- merosa de los batanes, y finalmente todas las hazañas que habia acometido en todo el discurso de su vida.-Mire, señor, decia San- cho, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga, que yo he vis- to por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de leon ver- dadero, y saco por ella que el tal leon cuya debe de ser la tal uña, es mayor que una montaña.-El miedo á lo menos, respondió Don Quijote, te le hará parecer mayor que la mitad del mundo. Reti- rate, Sancho, y déjame, y si aquí muriere, ya sabes nuestro anti- guo concierto, acudirás á Dulcinea, y no te digo mas. A estas aña- dió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no habia de dejar de proseguir su desvariado intento. Quisiera el del verde gaban oponérsele; pero vióse desigual en las armas, y no le pare- ció cordura tomarse con un loco, que ya se lo habia parecido de to- do punto Don Quijote, el cual volviendo á dar priesa al leonero, y á reiterar las amenazas, dió ocasion al hidalgo á que picase la yegua y Sancho al rucio y el carretero á sus mulas, procurando to- dos apartarse del carro lo mas que pudiesen, antes que los leones se desembanastasen. Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda ereia que llegaba en las garras de los leones: maldecia su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver á servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro. Viendo pues el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien desvia- dos, tornó á requerir y á intimar á Don Quijote lo que le habia

requerido é intimado, el cual respondió que lo oia, y que no se cu-