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Capítulo XXI.

íbanse acercando á un teatro, que á un lado del prado estaba, ador- nado de alfombras y ramos, adonde se habian de hacer los desposo- rios, y de donde habian de mirar las danzas y las invenciones: y á la sazon que llegaban al puesto, oyeron á sus espaldas grandes vo- ces y una que decia:-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa. A cuyas voces y palabras todos volvieron la ca- beza y vieron que las daba un hombre, vestido al parecer de un sa- yo negro, gironado de carmesí á llamas. Venia coronado (como se vió luego) con una corona de funesto cipres, en las manos traia un baston grande. En llegando mas cerca fué conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos, esperando en qué habian de parar sus voces y sus palabras, temiendo algun mal suceso de su venida en sazon semejante. Llegó en fin cansado y sin aliento, y puesto delante de los desposados, hincando el baston en el suelo, que tenia el cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremenda y ronca es- tas razones dijo:-Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme á la santa ley que profesamos, que viviendo yo, tú no puedes to- mar esposo, y juntamente no ignoras, que por esperar yo, que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que á tu honra convenia; pero tú echando á las espaldas todas las obligaciones que debes á mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mio á otro cuyas riquezas le sirven, no solo de buena fortuna, sino de bonísima ventura: y para que la tenga colmada (y no como yo pienso que la merece, si- no como se la quieren dar los cielos) yo por mis manos desharé el imposible, ó el inconveniente que puede estorbársela, quitándome á mí de por medio. Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera el pobre Basilio, cuya po- breza cortó las alas de su dicha y le puso en la sepultura: y dicien- do esto, asió del baston que tenia hincado en el suelo, y quedándose la mitad del en la tierra, mostró que servia de vaina á un mediano estoque que en él se ocultaba, y puesta la que se podia llamar em- puñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósi- to se arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta á las espaldas con la mitad de la acerada cuchilla, quedando el tris- te bañado en su sangre y tendido en el suelo de sus mesmas armas traspasado. Acudieron luego sus amigos á favorecerle, condolidos de su miseria y lastimosa desgracia, y dejando Don Quijote á Ro-

cinante, acudió á favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que