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Capítulo LV.

brantado, y yo de pesaroso: á lo menos no seré yo tan venturoso como lo fué mi señor Don Quijote de la Mancha, cuando decendió y bajó á la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le règalase mejor que en su casa, que no parece, sino que se fué á mesa puesta y á camá hecha. Allí vió el visiones hermosas y apacibles, y yo veré aquí, á lo que creo, sapos y culebras. ¡Des- dichado de mí, y en qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea servido que me des- cubran, mondos, blancos y raidos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quien somos, á lo menos de los que tuvieron noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su as- no, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo ¡miserables de no- sotros! que no ha querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara reme- dio nuestra desgracia, no faltara quien della se doliera, y en la ho- ra última de nuestro pasamiento nos cerrara los ojos. ¡O compa.. ñero y amigo mio, que mal pago te he dado de tus buenos servi- cios! Perdóname, y pide á la fortuna en el mejor modo que supie- res, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos, que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la ca- beza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los pier- sos doblados. Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su ju- mento le escuchaba sin responderle palabra alguna ¹: tal era el aprie- to y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el dia, con cuya claridad y resplandor vió Sancho, que era im- posible de toda imposibilidad salir de aquel pozo, sin ser ayudado, y comenzó á lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oia; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos con- tornos no habia persona que pudiese escucharle, y entonces se aca- bó de dar por muerto. Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Pan- za le acomodó de modo que le puso en pié, que apenas se podia te- ner; y sacando de las alforjas, que tambien habian corrido la mes- ma fortuna de la caida, un pedazo de pan, lo dio á su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera: Todos los duelos con pan son buenos. En esto descubrió á un lado de la si- ma un agujero, capaz de caber por él una persona, si se agobiaba y encogia. Acudió á él Sancho Panza, y agazapándose se entró 1 No és este el único animal que no contestó á quien le hablaba.


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