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Capítulo LVI.

poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, ca- lada la visera, y todo encambronado con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frison, ancho y de color tordillo: de cada mano y pié le pendia una arroba de lana. Venia el vale- roso combatiente bien informado del Duque su señor, de cómo se habia de portar con el valeroso Don Quijote de la Mancha, ad- vertido que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro, por escusar el peligro de su muerte, que esta- ba cierto, si de lleno en lleno le encontrase. Paseó la plaza, y lle- gando donde las dueñas estaban, se puso algun tanto á mirar á la que por esposo le pedia: llamó el Maese de Campo á Don Quijote, que ya se habia presentado en la plaza, y junto con Tosílos habló á las dueñas preguntándoles, si consentian que volviese por su de- recho Don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí, y que to- do lo que en aquel caso hiciese, lo daban por bien hecho, por fir- me y por valedero. Ya en este tiempo estaban el Duque y la Du- quesa puestos en una galería que caia sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente que esperaba ver el riguro- so trance nunca visto. Fué condicion de los combatientes, que si Don Quijote vencia, su contrario se habia de casar con la hija de Doña Rodriguez, y si él fuese vencido, quedaba libre su contendor de la palabra que se le pedia sin dar otra satisfaccion alguna. Par- tióles el Maestro de las ceremonias el sol, y puso á los dos cada uno en el puesto donde habian de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire el son de las trompetas, temblaba debajo de los piés la tier- ra: estaban suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos, y esperando otros el bueno ó el mal suceso de aquel caso. Finalmente Don Quijote, encomendándose de todo su corazon á Dios Nuestro Señor y á la señora Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese señal precisa de la arremetida; empero nuestro lacayo tenia diferentes pensamientos: no pensaba él sino en lo que agora diré. Parece ser que cuando estuvo mirando á su enemiga, le pareció la mas hermosa muger que habia visto en to- da su vida, y el niño ceguezuelo, á quien suelen llamar de ordina- rio Amor por esas calles, no quiso perder la ocasion que se le ofre- ció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la lista de sus trofeos, y así llegándose á él bonitamente sin que nadie le viese, le embasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado iz- quierdo, y le pasó el corazon de parte á parte; y púdolo hacer bien

al seguro, porque el amor es invisible, y entra y sale por do quie-