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Capítulo LXII.

priesa en sacar á danzar á Don Quijote, que le molieron, no sole el cuerpo, pero el ánima. Era cosa de ver la figura de Don Qui- jote, largo, tendido, flaco, amarillo, estrecho en el vestido, desaira- do, y sobre todo, no nada ligero. Requebrábanle como á hurto las damiselas, y él tambien como á hurto las desdeñaba: pero viéndose apretar de requiebros, alzó la voz, y dijo: Fugite partes adversæ: dejadme en mi sosiego, pensamientos malvenidos, allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los mios, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan: y diciendo esto se sentó en mitad de la sala en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador ejercicio. Hizo Don Antonio que le llevasen en peso á su lecho, y el prime- ro que asió del fué Sancho, diciéndole:-Nora en tal, señor nues- tro amo, lo habeis bailado: ¿pensais que todos los valientes son dan- zadores, y todos los andantes caballeros bailarines? Digo que si lo pensais, que estais engañado: hombre hay que se atreverá á ma- tar á un gigante, antes que hacer una cabriola: si hubiérades de zapatear, yo supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del danzar no doy puntada. Con estas y otras razones dió que reir Sancho á los del sarao, y dió con su amo en la cama, arropándole, para que sudase la frialdad de su baile. Otro dia le pareció á Don Antonio ser bien hacer la esperiencia de la cabeza encantada; y con Don Quijote, Sancho y otros dos amigos, con las dos señoras que habian molido á Don Quijote en el baile, que aque- lla propia noche se habian quedado con la muger de Don Antonio, se encerró en la estancia donde estaba la cabeza. Contóles la pro- piedad que tenia, encargóles el secreto; y dijoles que aquel era el primero dia donde se habia de probar la virtud de la tal cabeza en- cantada; y si no eran los dos amigos de Don Antonio, ninguna otra persona sabia el busílis del encanto, y aun si Don Antonio no se le hubiera descubierto primero & sus amigos, tambien ellos cayeran en la admiracion en que los demas cayeron, sin ser posible otra co- sa: con tal traza y tal órden estaba fabricada. El primero que se llegó al oido de la cabeza, fué el mesmo Don Antonio, y díjole en voz sumisa, pero no tanto que de todos no fuese entendida:--Dime, cabeza, por la virtud que en tí se encierra, ¿qué pensamientos ten- go yo agora? Y la cabeza le respondió, sin mover los labios, con voz clara y distinta, de modo que fué de todos entendida, esta ra- zon:-Yo no juzgo de pensamientos. Oyendo lo cual todos que- daron atónitos, y mas viendo, que en todo el aposento, ni al derre- 52

TOMO II.