fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro...
Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.
—Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que le abrace.
—Como usted guste.
Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:
—Y para mayor ilusión, beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites: abarco el universo entero.
Los viajeros, al oir la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievietch vuélvese de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.
—Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!
En esto, el conductor pasa.
—Amigo mío—le dice el recién casado—, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
—Perfectamente—contesta el conductor—. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón dos-