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ANTÓN P. CHEJOV

Después de todo, soy un imbécil. Si, soy un imbécil. Vine justamente para ir al encuentro del tren. Procediendo con toda la calma imaginable, hubiera llegado a tiempo, puesto que el tren anda retrasado dos horas, como de costumbre. Tomé un libro para mantenerme despierto, y me dormí apenas hube leído las primeras líneas. ¿Por qué no me despertasteis, Duniaschat?

Duniascha.

Muy sencillo. Porque supuse que se habría despertado sin necesidad de mí. (Escuchando rumores que vienen de fuera.) Ya llegaron... ¡Escuche...!

Lopakhin. (Escuchando a su vez.)

No. ¡Esto no puede ser! Teníamos que haber recogido el equipaje, hacerlo cargar, acomodarlo en los coches, y eso, y lo otro, y lo de más allá... ¿Cómo es posible que ya estén ahí...? Lubova Andreievna ha residido en el extranjero por espacio de cinco años. Mucho debe de haber cambiado. En el extranjero se contraen nuevos hábitos, se cambian las ideas, se modifica el carácter. Como quiera que sea, Lubova Andreievna es una excelente mujer, llana, tratable, de buen corazón. Me acuerdo de que, siendo yo un muchachuelo de ocho años, mi padre, mercader de un pueblo inmediato, me pegó en la cara, no sé por qué, y me brotó sangre de la nariz. Lubova Andreievna, entonces tan jovencita, tan delgada, tan candida, me tomó de la