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LOS SIMULADORES

Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del Padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dió a Zamucrichin el martes pasado.

—Son los mismos...—se dice con perplejidad—; hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe...

En el pecho de la generala penetra por la primera vez durante sus diez años de práctica la duda...

Hace entrar los otros pacientes, e interrogándoles acerca de sus enfermedades, nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc... Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón...

Una verdad mala y penosa...

¡Qué astuto es el hombre!