El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.
—¿Qué? ¿Quién?
—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!
—¡Dios mío!—gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco del reúma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para que le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.
Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.
—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?
—En una taberna la gente es más humana—contesta el pasajero tosiendo—. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me pidiera el billete, y aquí es como si el diablo les persiga a cada momento: «El billete. El billete».
—En tal caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.
—¡Lo que me dice usted es una estupidez! ¡No hasta con que uno tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también ese formulismo...! ¿Para qué diablos necesita usted los billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de los pasajeros vayan de balde.