En derredor de ella, tres oficiales, uno recostado en un sofá junto al trinchante, otro de codos en la mesa, y un tercero con los pies en el aire, pues apoyaba al respaldar de la silla en el muro, conversaban con displicencia frente a cinco botellas de colores distintos.
—¿Que quiere Vd.?
—Me he presentado, señor, por el aviso...
—Ya se llenaron las vacantes.
Objeté, sumamente tranquilo, con una serenidad que me nacía de la poca suerte.
—Caramba, es una lástima, porque yo que soy medio inventor; me hubiera encontrado en mi ambiente.
—¿Y que ha inventado Vd? Pero entre, siéntese habló un capitán incorporándose en el sofá.
Respondí sin inmutarme.
—Un señalador automático de estrellas fugaces, y una máquina de escribir en caracteres de imprenta lo que se le dicta. Aquí tengo una carta de felicitación que me ha dirigido el físico Ricaldoni.
No dejaba de ser curioso esto para los tres oficiales aburridos, y de pronto comprendí que les había interesado.
—A ver, tome asiento me indicó uno de los tenientes examinando mi catadura de piés a cabeza. Explíquenos sus famosos inventos. ¿Como se llamaban?
—Señalador automático de estrellas fugaces, señor oficial.
Apoyé mis brazos en la mesa, y miré con mirada que me parecía investigadora, los semblantes de líneas duras y ojos inquisidores, tres rostros curtidos de dominadores de hombres, que me observaban entre curiosos e irónicos. Y en aquel instante, antes de hablar, pensé en los héroes de mis lecturas predilectas y la catadura de Rocambole, del Rocambole con gorra de visera de hule y sonrisa canalla en la boca torcida, pasó por mis ojos incitándome al desparpajo y a la actitud heroica.