las espaldas de mi pueblo de alegrías, cruzar los caminos de la tierra, semejante a un símbolo de juventud.
Creo que fuimos escogidos treinta aprendices para mecánicos de aeroplanos entre doscientos solicitantes.
Era una mañana gris. El campo se extendía a lo lejos áspero. De su continuidad verde gris se desprendía un castigo sin nombre.
Acompañados de un sargento pasamos junto a los hangares cerrados, y en la cuadra nos vestimos con ropa de fagina.
Lloviznaba, y a pesar de ello un cabo nos condujo a hacer gimnasia en un potrero situado tras de la cantina.
No era difícil. Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura.
Eso hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena.
Pensaba:
—Si ella ahora me viera ¿qué diría?
Dulcemente, como una sombra en un muro blanqueado de luna pasó toda ella, y en cierto anochecimiento lejano vi el semblante de imploración de la niña inmóvil junto al álamo negro.
—A ver si se mueve, recluta — me gritó el cabo.
A la hora del rancho, chapoteando en el barro, nos acercamos a las ollas hediondas de comida. Bajo los tachos humeaban los leños verdes. Apretujándonos extendíamos al cocinero los platos de lata.
El hombre hundía su cucharón en la bazofia, y un tridente en otra olla, luego nos apartábamos para devorar.
En tanto comía recordé a don Gaetano y a la mujer cruel. Y aunque no habían transcurrido, yo percibía in-