simo de mi casa, tan distante, que aunque me desdijera en mi afirmación, no podría ya más volver hasta ella.
Entonces me detenía a conversar con los pilotos de las chatas que se burlaban de mis ofrecimientos; a veces asomaban a responderme de las humeantes cocinas, rostros de expresiones tan bestiales, que temeroso me apartaba sin responder, y por los bordes de los diques caminaba, fijos los ojos en las aguas violetas y grasientas que con ruido gutural lamían el granito. Estaba fatigado. La visión de las enormes chimeneas oblicuas, el desarrollarse de las cadenas en las maromas, con los gritos de las maniobras, la soledad de los esbeltos mástiles, la atención ya dividida en un semblante que asomaba a un ojo de buey y a una lingada suspendida por un guinche sobre mi cabeza, ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida, que yo no atinaba a escoger una esperanza.
Una trepidación metálica estremecía el aire de la ribera.
De las calles de sombra formadas por los altos muros de los galpones, pasaba a la terrible claridad del sol, a instantes un empellón me arrojaba a un costado, los gallardetes multicolores de los navíos se rizaban con el viento, más abajo, entre la muralla negra y el casco rojo de un transatlántico, martilleaban incesantemente los calafateadores, y aquella representación gigantesca de poder y riqueza, de mercaderías apiñadas y de bestias pataleando suspendidas en el aire, me azoraba de angustia.
Y llegué a la inevitable conclusión.
—Es inútil, tengo que matarme.
Lo había previsto vagamente.
Ya en otras circunstancias la teatralidad que secunda con lutos el catafalco de un suicida, me había seducido con su prestigio.
Envidiaba a los cadáveres en torno de cuyos féretros sollozan las mujeres hermosas, y al verlas inclinadas al