CAPITULO II
LOS TRABAJOS Y LOS DIAS
Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca al fondo de Floresta.
Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoró de mis días.
Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo:
—Silvio, es necesario que trabajes.
Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté.
Ella estaba de pié frente a la ventana. Azulada claridad crepuscular incidía en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicuamente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encontrar sus ojos.
Insistió comprendiendo la agresividad de mi silencio.
—Tienes que trabajar, entiendes. Tu no quisistes estudiar. Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.
Al hablar apenas movía los labios delgados como dos tablitas. Escondía las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeño busto de hombros caídos.
—Tienes que trabajar, Silvio.