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Un beso

barata á las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas. Se adivina que es una mujer ácida, de las que «hacen historias» á los amigos; una especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.

Conversa con una respetable matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir á su hijo, que es soldado. Junto á ella está una hija de catorce años, mirando á la vecina con ojos curiosos y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja ó sueñan despiertos contemplando el cielo.

La burguesa, al hablar, gratifica á la muchacha ácida con un solemne Madame. Hace un mes habría abandonado el asiento, á pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!... La inquietud nos ha hecho á todos bien educados y tolerantes. París es un buque en peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma, para buscarse fraternalmente.

Sigo su conversación fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas marchan mal. Le van á matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van á entrar en París «como la otra vez».... Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.

—No, no entrarán, Madame.... Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes al Sena.... Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre en la calle le enviaré....

Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa