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V. Blasco Ibáñez

entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las ruedas. Ella afirma que no se moverá, é intenta tenderse en el suelo para que el vehículo la aplaste al ponerse en marcha.

El artillero jura indignado, tomando por testigos á los curiosos. Esto no es serio; le van á castigar; el cuartel...los oficiales.... Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.

—Yo te recompensaré. Llévalos y te daré un beso.

Sonríe el soldado débilmente, mirándola á la cara para apreciar el valor del ofrecimiento. No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable.

La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar á los viejos en el vehículo con todos sus paquetes.

El chófer pone en movimiento su motor.

—Gracias, Madame—dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.

Pero Madame no les oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las mejillas del artillero, brillantes y ennegrecidas por la grasa de los engranajes. «Toma...toma.»

Se aleja el automóvil y se deshacen los grupos. Las pezuñitas de terciopelo vuelven hacia el banco. Una de ellas cojea dolorosamente. Siento la tentación de besar también, de besar á la muchacha ácida; pero me inspira miedo.

Temo que interprete torcidamente mis intenciones.