que no exija un sacrificio correspondiente, y aquélla es la primera entre todas. Así, la misma alternativa compensadora que constituye la vida de las cosas y de los seres la ley suprema, puesto que a ella nada escapa, está enseñándonos la quimera del egoísmo que pretende hacer de la existencia un continuo goce: subordinarlo todo a la satisfacción individual.
Ahora bien, el organismo de la mujer, constituído ante todo para la maternidad, es egoísta de suyo, al resultar, así, absorbente, centrípeto, eminentemente conservador. Desde el movimiento instintivo de la defensa, el hombre opone sus brazos al peligro: la mujer los aprieta sobre su seno. Luego, la envidia que constituye la crisis negra del egoísmo, constituye una afección bien femenil; y no es difícil percibir sus efectos en la pretensión feminista de la igualdad con el hombre: todos los derechos de éste, pero también todos los de la mujer. Con poco esfuerzo probaríase, entretanto, que los derechos masculinos son una consecuencia del destino combatiente del hombre, de su condición de guerrero; precisamente de aquello que la mujer no será jamás por imposibilidad física; pero no hay, por ahora, tiempo para demostrarlo,