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LEOPOLDO LUGONES

libertad por la concupiscencia de la tiranía. En vano la democracia ha intentado remediarlo. Sólo ha conseguido substituir las tiranías personales por el despotismo, quizá peor, de la masa. El estado de esclavitud material y moral en que el soberano democrático se encuentra, ha variado tan poco desde los tiempos de la esclavitud legal, que por el camino de la política deberá contar con su par de millones de años para conseguir una diferencia apreciable. A la vista de esos mercados de la miseria, como el que recorrí hace pocos días en los alrededores de la plaza de Italia, no puede uno menos de reflexionar sobre esta cosa siniestra de la historia: el progreso no es para los miserables. Resulta increíble lo poco que ha variado la vida para el pobre en los dos mil años de nuestra civilización cristiana. Quien vea en su tabuco de Londres, de París o de Buenos Aires al zapatero remendón, al tachero, a la costurera; en su pescante al cochero, en su chalupa al pescador, habrá contemplado exactamente las mismas imágenes de la Roma cesárea. El traje, el calzado, la comida son casi los mismos. El hombre de cultura media lo ignora, porque está acostumbrado a considerar la antigüedad clá-