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miliares me rogaban amistosamente que les contase nuestra historia; los más tímidos se mantenian detrás de sus compañeros, y los empujaban insensiblemente hacia nosotros. Algunos, después de haberse hartado de vernos, se tumbaban sobre la hierba y roncaban sin reparo delante de Mary—Ann. Y las pulgas continuaban subiendo, y la presencia de sus primeros amos las hacía tan atrevidas, que sorprendi tres o cuatro sobre el dorso de mi mano. Imposible disputarles el derecho de pasto; yo no era un hombre, sino un prado comunal. En este momento hubiese dado las tres plantas más hermosas de mi herbario por un cuarto de hora de soledad. La señora Simons y su hija eran emasiado iscretas para participarme sus impresiones; pero por algunos so bresaltos involuntarios probaban que estábamos en comunidad de ideas. Hasta sorprendi entre ellas una mirada de desesperación, que significaba claramente: los gendarmes nos librarán de los ladrones; pero ¿quién nos defenderá de las pulgas? Esta queja muda despertó en mi corazón un sentimiento caballeresco.

Yo estaba resignado a sufrir; pero ver el martirio de Mary Ann era cosa superior a mis fuerzas. Me levanté resueltamente, y dije a los importunos:

—¡Fuera todo el mundo! El Rey nos ha colocado aquí para vivir tranquilos hasta la llegada de nuestro rescate. El alquiler es lo bastante caro para que tengamos el derecho de quedarnos solos. ¿No les da vergüenza amontonarse alrededor de una mesa como perros hambrientos? Aqui no tienen ustedes nada que hacer. No los necesitamos; lo que necesi-