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lidad me perdería. Si supiesen que soy blando, misprisioneros buscarian súplicas para vencerme, en lugar de buscar dinero para pagarme. No soy uno de vuestros bandidos de Europa que presentan unamezcla de rigor y de generosidad, de especulación y de imprudencia, de crueldad sin causa y de enternecimiento sin disculpa, para terminar tontamente en la horca. He dicho delante de testigos que tendría quince mil francos o su cabeza. Arréglese usted como pueda; pero de una manera o de otra serė pagado. Escuche usted: en 1854 he condenado a dos muchachitas que tenían la edad de mi pequeña Fotini. Me tendian sus brazos llorando, y sus gritos desgarraban mi corazón de padre. Basilio, que las mató, tuvo que dar varios golpes; su mano temblaba. Y, sin embargo, he sido inflexible porque no me habian pagado el rescate. ¿Cree usted que después de esto voy a perdonarle? ¿De qué me serviria haber matado a las pobres criaturas, si se supiese que le he soltado a usted de balde?

Bajé la cabeza, sin encontrar una palabra que respouder. Yo tenía mil veces razón; pero no podiaoponer nada a la lógica implacable del viejo verdugo. El me sacó de mis reflexiones por un golpecito amistoso en el hombro.

—Valor—me dijo—. He visto la muerte más cercaque usted, y estoy más fuerte que un roble. Durante la guerra de la Independencia, Ibrahim me hizo fusilar por siete egipcios. Seis balas se perdieron; la séptima me dió en la frente, sin entrar. Cuando los turcos vinieron a recoger mi cadáver, había desapa-