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hizo ademán de cogerla por la cintura. Ante esto, senti que un vapor de cólera se me subia a la cabeza. Salté sobre el miserable,'y le hice una corbata con mis diez dedos. El se llevó la mano a la cintura y buscó, tanteando, la vaina de un cuchillo; pero antes de que la hubiese encontrado lo vi arrancado de mis manos y lanzado diez pasos atrás por la gran mano poderosa del viejo Rey. Un murmullo resonó en las profundidades de la asamblea. Hadgi—Stavros levantó su voz por encima del ruido y gritó:

—¡Callaos, mostrad que sois helenos y no albaneses! En voz baja continuó—: Nosotros marchemos de prisa; corfiota, no me abandones; señor alemán, digale a las señoras que me acostaré a la puerta de su cuarto.

Partió con nosotros, precedido del chiboudgi, que no le abandonaba ni de dia ni de noche. Dos o tres borrachos parecieron querer seguirle: él los rechazó rudamente. No estábamos a cien pasos de la multitud, cuando una bala de fusil pasó silbando en medio de nosotros. El viejo palikaro no se dignó siquiera volver la cabeza. Me miró sonriendo, y me dijo a media voz:

—Hay que tener indulgencia; es el día de la Ascensión.

Por el camino me aproveché de las distracciones del corfiota, que tropezaba a cada paso, para pedir a la señora Simons una conversación particular.

—Tengo—le dijo—un secreto importante que comunicarle. Permitame usted que me deslice hasta