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una carta de ocho páginas y no ha dejado caer una lágrima en el tintero. Vaya usted a hacerle un poco de compañia; tiene necesidad de distraerse. ¡Ah si, usted fuese un hombre de mi temple! Le juro que a su edad y en su sitio, no hubiese estado mucho tiempo preso. Me hubiesen pagado el rescate en dos días, y yo sé bien de dónde hubiesen salido los fondos. ¿No está usted casado?

—No.

—Entonces, ¿no comprende usted? ¡Vuelva a sus habitaciones, y sea amable! Le he proporcionado una hermosa ocasión de hacer fortuna. ¡Si usted no la aprovecha será un torpe, y si no me coloca entre sus bienhechores será un ingrato!

Encontré a Mary—Ann y a su madre sentadas al lado de la fuente. Mientras esperaban a la doncella que les habian prometido, estaban trabajando ellas mismas en acortar sus trajes de amazonas. Los bandidos les habían dado hilo, o más bien bramante, y agujas a propósito para coser lienzo de velas. De tiempo en tiempo interrumpian su tarea para arrojar una mirada melancólica sobre las casas de Atenas. ¡Era duro ver la ciudad tau cerca, y tener que pagar cien mil francos para trasladarse a ella! Les pregunté cómo habian dormido. La sequedad de su respuesta me probó que se hubiesen pasado perfectamente sin mi conversación. En este momento fué cuando noté por primera vez el pelo de MaryAnn; estaba con la cabeza descubierta, y después de haberse lavado ampliamente en el arroyo dejaba secar su cabellera al sol. Sus largos cabellos cas-