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vanto a las diez, agarroto a nuestro guardián, le amordazo y, en caso necesario, le mato. No es un asesinato, es una ejecución justiciera: merece veinte muertes por una. A las diez y media arranco cincuenta pies cuadrados de césped. Ustedes lo llevan al borde del arroyo, yo construyo el dique total, hora y media. Serán las doce. Trabajaremos en consolidar la obra, mientras el viento seca nuestro camino. Suena la una; yo tomo a la señorita bajo mi brazo izquierdo; nos deslizamos juntos hasta esa grieta, nos sujetamos a esos dos manojos de hierbas, ganamos ese cabrahigo, descansamos contra ese roble, nos escurrimos a lo largo de ese saliente hasta el grupo de rocas rojas, saltamos en el barranco, y ¡estamos libres!

—¡Bien! ¿Y yo?

Este «yo» cayó sobre mi entusiasmo como un cubo de agua helada. No está uno nunca en todo, y a mi se me había ido de la cabeza el salvamento de la señora Simons. En volver a cogerla no había que pensar. La ascensión era imposible sin escalas. La pobre señora se dió cuenta de mi confusión. Con más piedad que despecho, me dijo:

— Ya ve usted, pobre señor, que los proyectos novelescos tienen siempre algún punto flaco. Permitame que persista en mi primer pensamiento y confie en la gendarmería. Soy inglesa, y es en mi una vieja costumbre poner mi confianza en la ley.

Por lo demás, conozco a los gendarmes de Atenas; los he visto desfilar por la plaza del Palacio. Son tipos arrogantes y bastante limpios para ser grie-