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do entre las dos orejas. Preguntó al recién llegado:

—¿Por dónde suben?

—Por Castia.

—¿Cuántas compañias?

—Una.

—¿Cuál?

—No sé.

—Aguardemos.

Un segundo mensajero llegó a todo correr para dar la señal de alarma. Hadgi—Stavros le gritó cuando lo vió, aún lejos:

—¿Es la compañía de Pericles?

El bandido respondió:

—No lo sé; no sé leer los números.

A lo lejos sonó un disparo.

—Chiton—dijo el Rey, sacando su reloj.

La asamblea guardó un silencio religioso. Cuatro disparos se sucedieron de minuto en minuto. El último fué seguido de una detonación violenta que parecia una descarga. Hadgi—Stavros volvió, sonriendo, el reloj a su bolsillo.

—Está bien—dijo—; vuelvan los bagajes al depósito y sirvannos vino de Egina. ¡Es la compañia de Pericles!

En el preciso momento de terminar la frase me vió a mí en un rincón y me llamó con tono de zumba.

—Venga usted, señor alemán; no está usted de más. Es bueno levantarse temprano. ¿Tiene usted ya despierta la sed? Beberá un vaso de vino de Egina con nuestros gendarmes.