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Fué un verdadero efecto de teatro. Si el ministro de la Guerra se hubiese encontrado allí, apenas se hu biera percatado de ello. Los nuevos bandidos no manifestaron ninguna nostalgia de su papel anterior.

Los únicos que murmuraron fueron los que se quedaban en filas. Dos o tres bigotes grises decían en voz alta que se entregaba una parte demasiado importante a la elección, y que no se tenia bastante en cuenta la antigüedad. Algunos descontentos se vanagloriaban de sus hojas de servicios, y pretendian haber pasado una temporada de permiso entre los bandidos. El capitán los calmó como mejor pudo, prometiéndoles que ya les llegaría su turno.

Hadgi Stavros, antes de partir, entregó todas las llaves a su suplente. Le enseñó la gruta del vino, la caverna de las harinas, la grieta del queso y el tronco de árbol en que guardaban el café. Le enseñó todas las precauciones que podían impedir nuestra fuga y conservar un capital tan precioso. El apuesto Pericles respondió sonriendo:

¿Qué temes? Soy accionista.

A las siete de la mañana, el Rey se puso en marcha, y sus súbditos desfilaron uno a uno detrás de él. Toda la partida se alejó en dirección Norte, volviendo la espalda a las rocas escironianas. Volvió por un camino bastante largo, pero cómodo, hasta el fondo del barranco que pasaba bajo nuestras habitaciones. Los bandidos cantaban a grito pelado, chap eando en el agua de la cascada. Su marcha guerrera era una canción de cuatro versos, un pecado juvenil de Hadgi Stavros:

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