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madre lo veria mejor que yo, porque mis ojos estaban obstinadamente clavados en tierra.

— Además— añadió la señora Simons—, aunque fuese usted diez veces más feo, no lo seria usted tanto como mi difunto marido. Y, sin embargo, puede usted creer que yo era tan bonita como mi hija el dia que le di mi mano. ¿Qué me responde usted a esto?

—Nada, señora, sino que usted me abruma, y que no será culpa mía si no están ustedes mañana en camino para Atenas.

—¿Qué piensa usted hacer? Esta vez trate usted de encontrar un expediente menos ridiculo que el del otro día.

Espero que usted quedará satisfecha de mi, siempre que consienta en escucharme hasta el fin.

—Si, señor.

—Sin interrumpirme.

—No le interrumpirẻ. ¿Le he interrumpido alguna vez?

—SI.

—No.

—Si, señora.

—¿Cuándo?

—Nunca, señora. Hadgi—Stavros tiene todos sus fondos colocados en casa de los señores Barley y Compañía.

—¡En nuestra casa!

—Cavendish—Square, 31, en Londres. El miércoles último ha dictado una carta de negocios dirigida al señor Barley.