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Providencia habían hecho crecer en la cima de una roca, y fingí sentir deseos de alcanzarlo como si fuese un tesoro. Escalé cinco o seis veces el talud escarpado que lo protegia. Tales fueron mis esfuerzos que uno de mis centinelas se compadeció de mi situación y se ofreció a servirme de escala. No hubo más remedio que aceptar sus servicios; pero, al alzarme sobre sus espaldas, le magullé tan terriblemente con un golpe de mis zapatos ferrados, que dió un grito de dolor y me dejó caer a tierra. Su compañero, que tenia interés en el éxito de mi empresa, le dijo:

—¡Esperal; voy a subir en lugar del señor; yo no tengo clavos en los zapatos.

Tan pronto dicho como hecho; se lanza, coge la planta por el tallo, la sacude, la arranca y da un grito. Yo iba ya corriendo sin mirar atrás. La estupefacción de ambos me dió diez buenos minutos de ventaja. Pero no perdieron tiempo en acusarse reciprocamente; pronto ví sus pasos que me seguian de lejos. Redoblé la velocidad; el camino era bueno, llano, liso, como hecho para mi. Iba disparado, con los brazos pegados al cuerpo, sin sentir las piedras que rodaban bajo mis talones, y sin mirar dónde ponia los pies. El espacio huía debajo de mí. Rocas y matorrales parecian correr en sentido inverso a los dos lados del camino; ligero, rápido, me parecia que mi cuerpo no tenia peso, que me habian nacido alas. Pero este ruido de cuatro pies fatigaba mis oidos. De repente se detuvieron y nada más escuché.

¿Se habrían cansado de perseguirme? Una pequeña