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ñor. Poco a poco fue el vino suprimiendo las distancias. A las ocho de la noche, mi vigilante me explicaba su carácter. A las nueve, me contaba, balbueiendo, las aventuras de su juventud, y una serie de hazañas que hubiesen puesto los pelos de punta a un juez de instrucción. A las diez, cayó en la filantropía: este corazón, templado como el acero, se fundía en el rhaki como la perla de Cleopatra en el vinagre. Me juró que se había hecho bandolero por amor a la humanidad; que quería hacer en diez años una fortuna, fundar un hospital con sus economias y retirarse en seguida a un convento del Monte Athos. Prometió que no me olvidaría en sus oraciones. Aproveché esta buena disposición de ánimo para ingerirle una enorme taza de rhaki. Hubiera podido ofrecerle pez inflamada: era demasiado amigo mio para negarme nada. Pronto perdió la voz; su cabeza se inclinaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la regularidad de un balancín; me tendió la mano, y tropezó con un resto de asado, lo apretó cordialmente y se durmió con el sueño de las esfinges de Egipto, a quienes no ha despertado el cañón francés.

No me quedaba un instante que perder: los minutos eran oro. Cogi su pistola y la arrojé al barranco..

Me apoderé del puñal, e iba a tirarlo en la misma dirección, cuando reflexioné que podía servirme para cortar los terrones de césped. Mi grueso reloj señalaba las once. Apagué las dos hogueras de leña resinosa que alumbraban nuestra mesa: la luz podia llamar la atención del Rey. El tiempo era hermoso.