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angustia y de espanto, pues respondió a la pregunta que yo no osaba dirigirle:

—No soy malo, y he detestado siempre los rigores inútiles. Por eso quiero imponerle un castigo que nos aproveche, dispensándonos de vigilarle en adelante. Desde hace algunos días está usted rabioso por evadirse. Espero que, cuando haya recibido veinte palos sobre las plantas de los pies, no tendrá usted necesidad de vigilante, y su afición a los viajes se calmará por algún tiempo. Es un suplicio que conozco: los turcos me lo han hecho sufrir en mi juventud, y sé por experiencia que no mata. Se sufre mucho; gritará usted, se lo advierto; Basilio le escuchará desde el fondo de su tumba, y quedará contento de nosotros.

A este anuncio, mi primera idea fué usar de mis piernas, mientras podía aún disponer libremente de ellas. Pero mi voluntad estaba, sin duda, muy enferma, pues me fué imposible poner un pie delante del otro. Hadgi—Stavros me levantó en alto con tanta ligereza como cogemos un insecto en un camino.

Me senti atar y descalzar antes que un pensamiento salido de mi cerebro tuviese tiempo de llegar a la extremidad de mis miembros. No sé ni sobre qué apoyaron mis pies ni cómo impidieron que me los llevase a la cabeza al primer palo. Vi que las dos varas daban vueltas delante de mí: la una a la derecha, y la otra a la izquierda; cerré los ojos, y esperé. No esperé, de seguro, la décima parte de un segundo, y, sin embargo, en tan breve espacio tuve tiempo de enviar una bendición a mi padre, un beso a EL REY DE LAS MONTAÑAS 14