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biera sido incapaz de levantar los párpados, y, sin embargo, el más ligero ruido llegaba con precisión exagerada a mis oidos. No perdi una palabra de lo que se decia a mi alrededor. Es una observación de la que me acordaré más tarde si practico la medicina. Los doctores no tienen escrúpulo en condenar a un enfermo a cuatro pasos de su cama, sin pensar que el pobre infeliz tiene acaso todavia bastante oido para escucharles. Oi a un joven bandido que decía al Rey:

—Está muerto. ¿Para qué fatigar a dos hombres sin utilidad?

Hadgi—Stavros respondió:

—No temas nada; yo he recibido sesenta seguidos, y dos días después danzaba la romaica.

—¿Cómo te arreglaste?

—Usé la pomada de un renegado italiano llamado Luidgi—Bey... En dónde estamos? ¿Cuántos palos van?

—Diez y siete.

—Otros tres más, hijos míos; y cuidad los últimos.

En vano el palo se esforzó por hacerse sentir: los últimos golpes caían sobre materia ensangrentada, pero insensible. El dolor me habia casi paralizado.

Me levantaron de la camilla, desataron las cuerdas, fajaron mis pies en compresas de agua fresca, y, como yo sentia una sed de herido, me hicieron beber un gran vaso de vino. Con la fuerza, la cólera se apodero de mí. No se si a usted le ocurre como a mi; pero nada conozco tan humillante como un castigo físico. No soporto que el soberano del mundo