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escupian su último suspiro al rostro de los romanos vencedores. Todo lo que puede ultrajar a un hombre en su orgullo, en su ternura y en sus sentimientos más queridos, se lo dije al Rey de las montañas.

Le puse en el número de los animales inmundos, y le negué hasta la denominación de hombre. Le insulté en su madre, y en su mujer, y en su hija, y en toda su posteridad. Quisiera repetirle a usted textualmente todo lo que le obligué a escuchar; pero me faltan las palabras ahora que estoy tranquilo. Entonces inventé vocablos nuevos de todas clases, que no estaban en el diccionario, y, sin embargo, eran comprendidos, pues el auditorio de presidiarios aullaba bajo mis palabras, como una jauria de perros bajo el látigo del que la conduce. Pero en vano vigilaba el rostro del viejo palíkaro, en vano espiaba todos los músculos de su cara y observaba ávidamente todas las arrugas de su frente: no sorprendi la huella de una emoción. Hadgi—Stavros no pestañeaba más que un busto de mármol. Respondia a todos mis ultrajes con la insolencia del desprecio. Su actitud me exasperó hasta la locura. Por un instante se apoderó de mi el delirio. Una nube roja como la sangre pasó por delante de mis ojos. Me levanto bruscamente sobre mis pies llagados, veo una pistola en el cinturón de un bandido, la arranco, la armo. apunto al rey a boca de jarro, sale el disparo y yo caigo de espaldas murmurando:

¡Estoy vengado!

El mismo fué quien me levantó. Yo le contemplė con estupefacción tan profunda, como si lo hubiese