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rompia nueces con el rostro de un cascanueces de Nuremberg. El señor Mérinay despedia rayos alrededor de la cabeza. No era un hombre, sino un numero de fuegos artificiales.

Excepto nosotros, todos los convidados tenían las caras largas. La gruesa pastelera no hacia más que persignarse; Dimitri levantaba los ojos al cielo: el teniente de la falange nos aconsejaba que lo pensásemos bien antes de buscarle las cosquillas al Rey de las montañas. Pero la muchacha de la nariz chata, la que usted bautizó con el nombre de Crinolina invariabilis, estaba sumida en un dolor sumamente pintoresco. Lanzaba suspiros que par tian el corazón; no comía más que por compromiso, y yo hubiera podido introducir en mi ojo derecho la cantidad de sopa que tomó.

—Es una buena muchacha, Harris.

—Será todo lo buena muchacha que usted quiera:

pero me parece que tiene usted por ella una indulgencia que pasa de la raya. Yo no he podido perdonarle nunca sus trajes, el olor de pachnli que des pide a mi lado y las miradas pasmadas que pasea por la mesa. Cualquiera diria, palabra, que no puede mirar un jarro sin poner los ojos tiernos. Pero si a usted le gusta tal como es, no tengo nada que decir. A las nueve se marchó a su colegio; yo le desee buen viaje. Diez minutos después estrecho la mano a mis amigos, nos citamos para el día siguiente, salgo, despierto a mi cochero, y adivina usted a quién encuentro dentro del coche? A Crinolina invariabilis con la criada del pastelero.