cincuenta varas de la fuente, de la cajiga y del asiento, se llega al borde de una amplísima meseta, sobre la cual se desparrama un pueblo, entre grupos de frutales, cercas de fragante seto vivo, redes de camberones, paredes y callejas; pueblo de labradores montañeses, con sus casitas bajas, de anchos aleros y hondo soportal; la iglesia en lo más alto, y tal cual casona, de gente acomodada ó de abolengo, de larga solana, recia portalada y huerta de altos muros.
Á su tiempo sabrá el lector cuánto le importe saber de este pueblo, que se llama Cumbrales. Entre tanto, hȧgame el obsequio de subir conmigo al campanario, en la seguridad de que no ha de pesarle la subida. pues acepta la invitación, vamos andando.
Ya estamos en el porche de la iglesia. ¿Te llama la atención el pórtico? Es bizantino: hay muchos como él en la Montaña. Lo restante del templo es trasmerano puro, y á retazos y por obra de misericordia. Entremos en él. Pobreza como afuera, y el mal gusto propio de la rustiquez de estas gentes. La Virgen con bata, lazos y papalina; un Santo Cristo, no mala escultura, con zaragüelles; los soldados de la pasión, con botas y gregüescos; junto al Sagrario, ramos de papel dorado; y en las columnas de los altares, no malos ciertamente, litografías colgadas. (La intención ve Dios más que las obras.) Un coro postizo, labrado á hachazos, y una mala escalera para subir á él; desde el coro, otra de dos tramos y al aire, para subir al campanario. Valor... ¡y arriba! Ya llegamos.
La altura del observatorio nos permite examinar el paisaje en todas direcciones. ¡Hermoso cuadro, en verdad! La meseta llega, por el Oeste, á la zona de sierras, y con ellas se funde cerrando la vega por este lado. En el recodo mismo que forman la meseta y la sierra al unirse, hay otro pueblo, recostado en la vertiente y estribando con los piés en aquel extremo de la vega.