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tierro, fue el juez en secreto, y disfrazado, al cementerio y exhumó el cadáver. Al doctor Ortega le acompañaron en este acto dos hombres de toda confianza. Eran éstos dos litigantes de un grave proceso criminal, a favor de los cuales falló después el juez, en pago a sus servicios de esa noche. Mas, ¿para qué hizo el doctor Ortega semejante exhumación? Se refería que, una vez sacado el cadáver, el juez ordenó a los dos hombres que se alejasen, y se quedó a solas con Domitila. Se refería también que el acto solitario —que nadie vio, pero del que todos hablaban—, que el doctor Ortega practicara con el cuerpo de la muerta, era una cosa horrible, espantosa... ¿Era esto cierto? ¿Era, al menos presumible? El juez, a partir de la muerte de Domitila, tomó un aire taciturno, misterioso y, más aún, extraño e inquietante. Salía poco a la calle. Se decía, asimismo, que vivía ahora con Genoveva, una hermana menor de Domitila. ¿Qué complejo freudiano y qué morbosa realidad se ocultaban en la vida de este hombre? Barbudo, medio cojo, con un algodón o venda siempre en el cuello, emponchado y recogido, cuando pasaba por la calle o asistía a un acto oficial, miraba vagamente a través de sus anteojos. La gente experimentaba, al verle, un malestar sutil e insoportable. Algunos se tapaban las narices.

El médico Riaño era nuevo en Colca. Joven de unos treinta años, y según se decía, de familia decente de lca, vestía con elegancia y tenía una palabra fácil y florida. Se declaraba con frecuencia un idealista, un patriota ardiente, aunque, en el fondo, no podía esconder un arribismo exacerbado. Soltero y bailarín, tenía locas por él a las muchachas del lugar.

En cuanto al viejo Iglesias, su biografía era muy simple: las cuatro quintas partes de las