Leonardo, y esto es decirlo todo, constituía un espectáculo de Florencia. Para representárnoslo, precisaremos reconstruir mentalmente la calle medioeval con la viva pintura de sus casas en que se gloriaban el azul, el bermellón y el oro, repetidos por los trajes correspondientes y constituyendo una armonía total cuya negación define el neutro gris de nuestras predilecciones, vacilante entre el frío orgullo del mármol y el negro ceremonioso que impuso el despotismo en la lúgubre persona de Felipe II.
Era de verlo con su traje peculiar, pues él mismo se había hecho su moda, gallardeando la antojadiza montera y el rosado blusón, para mejor resalto de los ojos suavísimos, la nariz escultural, la melena precozmente encanecida y las barbas fluviales, como si la palabra armoniosa