Odio a los hombres incapaces e impotentes; me mortifican. Me han quemado la sangre y alterado mis nervios. Nada más irritante. que esos brutos que se contonean sobre los pies como patos y miran con ojos de asombro y con la boca abierta. No he podido nunca dar dos pasos en la vida sin encontrar tres imbéciles, y esto me tiene triste. Por todas partes los hay. El vulgo se compone de necios que os salen al paso para salpicaros el rostro con la baba de su medianía. Estos necios se mueven y hablan, y su aspecto, gesto y yoz me molesta hasta el punto de que prefiero, como Stendal, un malvado a un tonto. ¿Qué podemos hacer, pregunto, de tales gentes en estos tiempos de luchas y de marchas forzadas? Al salir del viejo mundo, nos precipitamos hacia un mundo nuevo. Los imbéciles se cuelgan de nuestro brazo, se meten entre nuestras piernas con estúpidas čarcajadas y sentencias absurdas, y hacen el camino resbaladizo y penoso. En vano queremos desprendernos de ellos; nos apremian, nos ahogan y cada vez más se pegan a nosotros. ¡Y qué! estamos en la época en que los ferrocarriles y el teléfono nos transportan en cuerpo y alma a lo infinito y a lo absoluto en la época graye e inquieta en que el espíritu humano se consagra a la gestación de una verdad nueva, y hay sin embargo, hombres in-
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