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Odio a los hombres que se encastillan en una idea personal y'van como un rebaño empujándose unos a otros e inclinando la cabeza para no ver el resplandor del cielo. Cada reba- · ño tiene su dios, su ídolo, en cuyas aras inmola la gran verdad humana. De éstos hay en París varios centenares, de veinte a treinta en cada esquina, con una tribuna desde lo alto de la cual arengan solemnemente al pueblo. Siguen mansamente su camino, con gravedad en su platitud, lanzando gritos de desesperación cuando se les turba en su fanatismo pueril. Vosotros todos, los que les conoceis, mis amigos los poetas, los novelistas, sabios y simples curiosos, vosotros, los que habéis ido a llamar a las puertas de esas gentes graves que se encierran para cortarse las uñas, atreveos a decir conmigo en alta voz, a fin de que la multitud os oiga, que os han echado fuera de su capillita, como bedeles miedosos e intolerantes. Decid que se han burlado de vuestra inexperiencia, consistente en negar toda verdad que no es su error. Referid la historia de vuestro primer artículo, cuando os habeis presentado con vuestra honrada y convencida prosa y habeis tropezado con esta respuesta: «Elogiais a un hombre de talento,