Circunstancias que no es del caso mencionar, hicieron
que una madrugada me sorprendiera sentado ante una mesa
de El Diluvio —cafetin de mala muerte y de peor vida— situado allá en una de las callejuelas de Punta Arenas, capital chilena del estado fueguino de Magallanes, que bajan
culebreando hácia el mar.
La verdad es que mi situación no era desahogada en aquellos momentos y que negros nubarrones obscurecían el cielo de mi vida: con veinte años, sólo, desconocido y sin un peso en el bolsillo —habiendo perdido esa noche en la ruleta el último que me quedaba— no veía rumbo claro sino camino del mar y por ello, lentamente, me habla ido acercando á él.
Sentado á la cabecera de una mesa, miraba distraído el afán con que la patrona iba de acá para allá, trás el pe-