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Regino continuó:

—Y entonces será Grivoize el mayor quien se instale allí con su prole, y tampoco serán buenos clientes.

Balvet hizo un gesto.

—Oh! no.

Se quedaron de nuevo en silencio, sólo turbado por las voces un poco lejanas de los niños en el jardín.

Era una noche, después de cenar, una de esas noches de verano en las que la luz no quiere marcharse. El abuelo de Clara habló otra vez: —La verdad es que en otros tiempos nos quejábamos de los condes y vizcondes... y hemos cambiado un caballo tuerto por uno ciego; por mucho que se diga, más vale ser mandado por un capitán que por un sargento... es más fácil de soportar... Pero, á nosotros, salvo los negocios, eso no nos importa.

—Tienen ustedes suerte—dijo Garnache.

Clara estaba en la puerta observando el camino.

Al volver de Reteuil, Berta tenía que pasar forzosamente por el Vivero.

—No ves nada?—preguntó otra vez el guarda.

—Nada—dijo Clara,—pero ya sabe usted, padre, que el lunes no volvió hasta muy tarde...

—Sí, demasiado lo sé; esto no es vivir...

Y volviéndose hacia Balvet y José, habló de nuevo de su eterno asunto de preocupación: —Vosotros tenéis suerte... En otro tiempo no tenía yo más que un amo, el conde Juan; dos si queréis, con Jacobo, pero á éste le había criado mi mujer, había comido la primera sopa, echado los primeros dientes y dado los primeros pasos en mi casa, y teníamos por él cierta indulgencia, aunque se había hecho muy orgulloso... El conde Juan también había cambiado al hacerse viejo, pero yo recordaba su juventud... Teníamos la misma edad...