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XXVIII
Prólogo

llegase ese instante. En ocasiones, hasta ella misma, cansada de sufrir, esperaba un milagro. Habiéndose visto tantas veces al pie del sepulcro, esperaba una vez más escapar al peligro; que el Cielo no podía herir tan cruelmente a los que quería con toda su alma y cuya separación veía tan cerca. Aun en esos momentos de angustia, aquella mujer heroica tenía valor para ocultar sus padecimientos, abriendo su alma a la esperanza, más por los suyos, que dejaba en el mayor desamparo, que por ella, pues harto conocía que le faltaban pocos días.

Antes de caer para no levantarse más; antes de aceptar resignada el doloroso calvario con que el Cielo quiso probarla, marchó a Carril con los suyos. Quería ver el mar antes de morir: el mar que había sido siempre, en la Naturaleza, su amor predilecto. Pero en aquellas orillas que le recordaban otras horas felices, se sintió ya tan rendida, que apenas podía dejar su aposento y sentarse a la tarde— antes que el sol se hundiese por completo en las aguas— sobre las piedras del malecón, aspirar los aires salobres y contemplar los ardientes cielos de estío que iluminaban el