melodiosa, y don Bonifacio salía del rústico pabellón medio tambaleándose, Juanita tiraba suavemente su traje y lo desprendía de los leñosos dedos de su tía. Luégo se puso en pie, se desperezó, dio unas vueltas entre los concurrentes, y con mucho disimulo salió al huerto. Se metió en un callejón sombrío y apretó el paso, no sin volver la cabeza á cada momento. Nadie la seguía ni veía.
¡Que Morfeo no abandone los párpados de doña Tecla! ¡Que la alegría y el baile no dejen salir á nadie, excepto a uno sólo, de bajo las ramas del capulí!
Tales eran los deseos de Juanita mientras caminaba.
Cerca estaba el río que, puro, cristalino, y bullidor y travieso, descendía ora enlazando en fajas de plata las azuladas y bruñidas piedras que hallaba al paso; ora cayendo de encima de ellas y formando al pie un hervidero de perlas que brillaban á los rayos del sol; ora metiéndose en suaves oleajes bajo los arbustos y árboles de la orilla, como buscando manera de descansar siquiera breves instantes de tanto correr y saltar. Un molle, que por su enorme tronco agrietado y sus infinitas y nudosas ramas daba á conocer que había presenciado el nacimiento del siglo anterior, se inclinaba sobre un remanso, cubriéndole ampliamente de sombra. Por el tronco y las ramas había trepado, á fuerza de agarrarse con sus retorcidas tijeretas, un tagso de corta edad, cuyas hojas de figura de potencias y color de esmeralda, contrastaban con las del viejo árbol, y cuyas flores de pétalos rojos y largo cáliz, y pendientes de delgados pedúnculos se columpiaban mirando su imagen en las dormidas aguas. En la orilla había grama, entre la grama variadas florecillas silvestres, en el río un pajarillo acuátil, negro y brillante como un azabache y de cabeza blanca, que saltando de piedra en piedra y gorjeando alegre parecía acompañar á las ondas en su travesura y ruído. Entre las ramas del molle se veía un nido, por cuyos bordes asomaba la cabeza de la tórtola como un botón de rosa no abierto aún. Por último, excepto el ruído del río y el gorjeo del pajarillo, todo era silencio, misterio, paz. ¡Qué sitio! en él la naturaleza llamaba al alma y la poesía al amor. Juanita acertó á dar con él. Sentóse en la grama, después de haber arrancado maquinalmente una flor del tagso, y se puso triste y pensativa á contemplar el suave vaivén de las olas del remanso. Suspiró; dos lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron como rocío en la flor que había acercado á los labios. Indudablemente se había desatado en su corazón una terrible tempestad, la tempestad del amor y del dolor en rudo choque. En seguida, sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó á desprender con los dientes los pétalos del tagso y á echarlos, soplándolos, a las olas que casi le mojaban los pies.
Sonaron unos pasos tras ella; volvió precipitadamente la cabeza y se halló con Antonio junto á sí. Púsose colorada y su primer