—¡Cáspita! lo que tiene estar enamorada, observó don Bonifacio en voz baja también; esta mí sobrina se contenta con mascar ilusiones.
Y dejándola sola se encaminó hacia donde sonaba el bombo tentador que parecía decirle: Ven, que aquí hay aguardiente.
Durante la ausencia de su tío, Juanita había salido del corredor y daba á paso cansado algunas vueltas por el camino y los contornos de la casa; pero no veía los objetos que iba encontrando, sino sólo el fondo de su propia alma, abismo de sombras é inquietudes. La naturaleza no tenía nada que la distrajese; el Rumiñahui, cuyos picachos negros salpicados de nieve brillaban con los últimos rayos del sol, y cuyas faldas cubiertas de raquítica selva franjaba esos momentos parda niebla; y los extensos prados tendidos por todas partes y resonantes con los mugidos de las vacas y los balidos de los rebaños; y el labrador que, entonando su yaraví en el rústico rondador, volvía de rematar su tarea; y las cabañas de cumbres coronadas de humo, nuncio del fin de las fatigas del día, y de la anhelada comida y del descanso: todo esto que en otras circunstancias habría encantado á Juanita, que tenía corazón de poetisa, pasaba entonces desadvertido para ella.
Al fin sacó del bolsillo del traje la carta de Antonio y se puso á repasarla. Andaba y leía; paraba algunos momentos y seguía leyendo; luégo la apartaba de la vista y bajaba, dejando caer el brazo á lo largo de los pliegues del vestido, y puesto el índice de la mano izquierda sobro los labios fuertemente cerrados, recapacitaba. En seguida se enjugaba las lágrimas, suspiraba y volvía á la lectura.
Así pasó media hora, y en tanto don Benifacio, que tornaba de la diversión, donde le fuera bastante bien, se le acercaba por las espaldas. Advirtiólo Juanita, dobló precipitadamente la carta y la metió al bolsillo, con no poca inquietud. El viejo pasó de largo como si tal cosa; pero dilató su boca sonrisa maliciosa y dijo para su sayo: —Conque tenemos cartita; ¡hum! me alegro de saberlo, y ya la veremos. En seguida, ayudado por el posadero, quitó las sillas á los caballos y les puso su pienso, quedándose en jarras buen espacio y viéndoles comer.
Eran las seis. ¡Qué hora! en ninguna parte muere el día más tristemente que en el campo. Muere y mata con su lúgubre aspecto la alegría de quien no está habituado á la soledad.
La posadera anunció que la comida estaba lista. Juanita lo oyó con indiferencia, y don Bonifacio exclamó —¡Santa palabra! Miren UU. que ya las tripas se quejaban amargamente.
Corta, baja y negra era la mesa, y de pies no muy seguros, y los asientos dos bancos que reclamaban el hacha para qe los hiciese leña. La dueño de casa había cubierto la primera con un trapo jubilado, que quizás comenzó sus servicios por ser falda de camisa, puso al centro un cabo de vela chisporroteadora clavado