Llegué a mi casa llevando en las manos aquella prueba de condescendencia con la íntima de mi mujer y fuí a sentarme al lado de ésta en el diván del comedor.
— ¡Qué bella está mi mujercita esta tarde!
— ¡Y mi esposo qué galante y que florido!
— Sí... son unos nardos...
— ¡Muy bonitos!...
— Que compré al salir de la oficina.
— ¿A verlos? (Y tomando el ramo lo examinó con todo cuidado)... ¿Lo compraste no?
— ¿Te gusta?
— ¡No... te pregunto si lo compraste!
— ¡Pero te he dicho que sí!... Lo compré al salir de la oficina con el objeto de obsequiarte!
— ¡Mientes!... Infame... Desleal!
(Y mi mujercita se me echó a llorar desesperada).
— Pero ¿qué tienes?
— ¡Ah! ¡Bien me lo sospechaba yo! Esa loca de Rosita...
— Pero ¿qué tienes?
— ¡Calla, infame! ¿Con que has comprado esos nardos no? (Sollozando). ¡Estos nardos que yo misma le puse en el pecho a Rosita,