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— ¿Sí será así?... pensé.

Y por poco me echo a llorar de desesperación imaginando que siendo un sátiro no me querría mi dulcinea.

En ese momento, recuerdo que maldije a mi padre, a mi madre, a mi abuela, a mi abuelo y a todos los que habían colaborado en mi humildísima persona.

Ernestina comprendió mi dolor probablemente, pues cuando le alcancé el jazmín me tomó la cabeza entre sus manos blancas y diminutas y me dió un beso en la boca, diciéndome:

— Mi hijito... ¡tan rico!

Los oídos me zumbaron no podía creer que un Cacaseno como yo mereciera semejante distinción.

Se me saltaron las lágrimas y oculté mi cabeza en el seno de Ernestina, que rodeó mi cuerpo con sus brazos.

Yo no sé como fué, pero el hecho es que mi boca curiosa se aventuró entre los vericultos de su pechera y que yo encontré... No quiero ni acordarme de lo que encontré porque es vergonzoso que un hombre a mis años, sienta todavía lo que siento.