Ya le parecía sentir la música espeluznante del baile y verse prendido del talle gentil de la pardita, llorándole en la oreja sus súplicas amorosas.
Después se trasportaba con la imaginación a un pequeño cuarto de cierto café conocido y allí, teniendo a su compañera de baile sentada en las faldas, saboreaba una suculenta buseca o un jubee steack con huevos.
Y atrevido y lujurioso llegaba hasta comer con ella en el mismo plato y con el mismo tenedor, contándole con su mano y sirviéndole los pequeños bocaditos sabrosos que ella hacía desaparecer con tanta gracia entre sus dientes blancos y menudos.
¡Qué imaginación desorejada de almacenero!
¿Quieren creer que llegó hasta besarle las piernas a la pardita?
Pero... cuánta prudencia se necesitaba para que no apercibiera la aventura doña Teresa, su consorte {-—} una gran mujer blanca a quien hasta los hombres de galera le decían piropos cuando dejaba su cuartito vecino a la trastienda y salía a la vereda a