Y por la noche al retirarse a su cuarto oscuro y frío, como generalmente son los destinados a la servidumbre, se complacía en reproducir mentalmente el cuadro que había herido su retina por la mañana y se sentía presa de emociones que al par que la llenaban de contento, le hacían latir con fuerza el corazón, enardeciéndole la sangre.
La fiebre de amor dominaba su cerebro de quince años y luego que se acostaba se dormía gozosa pensando que no era el sueño quien entrecerraba sus ojos, sino el hálito tibio de aquel a quien consagraba las primicias de sus pensamientos íntimos.
Y dormida, delirios de amor la hicieron más de una vez abrazar la almohada en que reclinaba su cabeza.
Una mañana en que estaba franco y recorría las calles sin rumbo, la halló en su camino.
Inmediatamente adoptó su aire marcial, estudiado para las grandes ocasiones y se acercó a ella retorciéndose el bigote con coquetería.
—¡Qué ricura!... le dijo... ¿Y no tiene miedo que la roben?